Pero hoy lo más difícil de sobrellevar es el sueño. La cafetera rota y las luces de una mañana que no termina de resolverse son la receta perfecta para la parestesia mental. Y ahí estoy, bostezando y luchando contra mis párpados inútilmente, cuando sucede.
Estoy solo en un pasillo. Refinado y suntuoso. Es tan amplio que no veo el final, tiene muchas puertas, y cada tanto algún mueble que parece de roble, con jarrones repletos de rosas. Miro hacia el piso: alfombra bordeaux. Veo que cada puerta tiene un número; tal vez estoy en un hotel. De repente, un perfume agradable pero fuerte empieza a llegar hacia mí, siento que avanza a mis espaldas.
Es amaderado y elegante, como este lugar. Uno desearía poder olerlo el mayor tiempo posible, pero al mismo tiempo tiene algo que lo hace insoportable. Trato -sin éxito- de descifrar qué perfume es. Es el típico perfume de vieja. De vieja pintarrajeada. Es como si hubiesen puesto a todas las flores del cementerio en una licuadora.
Tocan la puerta. Vuelvo a mi escritorio. Es un idiota de Tesorería que viene a traer papeles mientras me comenta cosas que no me molesto en escuchar. Simplemente me dedico a mirar cómo mueve la boca y pensar en que un mono podría hacer su trabajo mejor que él. Sí, pelotudo, eso es lo que dije. Un puto mono rabioso.
El de Tesorería se va y yo me quedo mirando fijo al monitor sin poder seguir con lo que estaba haciendo. ¿Qué estaba haciendo, a todo esto? Cierto, Excel. Me pongo de lleno con la tabla más larga. Justo cuando creo que al fin le gané al sueño, que tengo las baterías al tope, la pantalla se pone totalmente negra. Todo se pone negro.
Y vuelve el perfume.
Y la alfombra, los muebles y las puertas. Esta vez el perfume es más fuerte, se siente más cerca, avanzando desde algún lugar de ese ¿hotel? en donde me encuentro.
No me había percatado de que no todo es pasillo. También hay, a mi derecha, una especie de lugar de descanso, con una mesita enana y dos sillones de color musgo. Sobre la mesa hay dos tasas de te humeantes.
Pero el perfume no viene de ahí. Se acerca desde atrás mío. Intento girar la cabeza, pero lo único que consigo es descomponerme del olor, sin saber de quién -o de qué-viene.
Me tiro al suelo, voy a vomitar porque es insoportable...
Pero una mano gélida surcada por venas está clavando sus uñas rojas en mi hombro con fuerza. No es posible, pero siento que me llegan hasta los huesos. Giro hacia atrás, y cada centímetro de mi cuerpo grita desesperado: es una vieja. Una vieja pintarrajeada, que hace tiempo ya no está entre los vivos, que se perfuma con todas las flores del cementerio, y me deja ver sus dientes. El perfume de flores cadavéricas se intensifica más y más. No puedo gritar, nada sale de mi boca. La vieja comienza a acercar su cara hacia la mía.
Reúno todas mis fuerzas y apenas alcanzo a susurrar "No".
Y ahí estoy, sentado en mi oficina, rodeado de papeles bajo los fluorescentes impersonales. Empapado de sudor frío.
Decidido a parar con esta pesadilla sin sentido, salgo a buscar un café enfrente de la oficina.
Mientras avanzo por la senda peatonal, me veo reflejado en las ventanas de esos edificios corporativos con vidrios espejados.
Tengo el hombro desgarrado y la camisa bañada en sangre, pero nadie parece haberlo notado.
Detrás de mi reflejo, está ella. Y está avanzando.
Y empiezo a correr.
Pero una mano gélida surcada por venas está clavando sus uñas rojas en mi hombro con fuerza. No es posible, pero siento que me llegan hasta los huesos. Giro hacia atrás, y cada centímetro de mi cuerpo grita desesperado: es una vieja. Una vieja pintarrajeada, que hace tiempo ya no está entre los vivos, que se perfuma con todas las flores del cementerio, y me deja ver sus dientes. El perfume de flores cadavéricas se intensifica más y más. No puedo gritar, nada sale de mi boca. La vieja comienza a acercar su cara hacia la mía.
Reúno todas mis fuerzas y apenas alcanzo a susurrar "No".
Y ahí estoy, sentado en mi oficina, rodeado de papeles bajo los fluorescentes impersonales. Empapado de sudor frío.
Decidido a parar con esta pesadilla sin sentido, salgo a buscar un café enfrente de la oficina.
Mientras avanzo por la senda peatonal, me veo reflejado en las ventanas de esos edificios corporativos con vidrios espejados.
Tengo el hombro desgarrado y la camisa bañada en sangre, pero nadie parece haberlo notado.
Detrás de mi reflejo, está ella. Y está avanzando.
Y empiezo a correr.